Después de un proceso de renovación permanente de los paradigmas de investigación historiográficos durante gran parte del siglo XX, y también durante el primer cuarto del XXI, la disciplina histórica parece haber entrado en una crisis que es coextensiva tanto a las disciplinas sociales como a las humanidades. Diversos diagnósticos coinciden en caracterizar esta crisis como una crisis permanente, como una suerte de interregno en donde lo viejo no termina de morir y lo nuevo tarda en aparecer. Es sabido que es propio a este tiempo de crisis la manifestación de los fenómenos morbosos más variados. Tiempo de monstruos, de excesos, de metamorfosis sin finalidad, son algunas de las descripciones que suelen adelantarse al momento de captar la Stimmung de una experiencia histórica que vacila en afirmarse como tal. La multiplicación de diversos “giros” (“giro icónico”, “giro ético”, “giro afectivo”, “giro lingüístico”, “giro visual”, “giro realista”), la extenuación de la teoría, la profusión de sincategoremas (posthistoria, posteoría, postmodernidad, postestructuralismo, postfotografía, postimagen, postverdad, etcétera) son síntomas de las dificultades que el pensamiento encuentra al momento de caracterizar nuestra “época” (las propias comillas advierten de otro rasgo de “una sensibilidad de época”, de una vacilación que se apodera de todo lenguaje, de todo acto de nominación al momento de caracterizar el presente que busca el pasado). Una imagen sin forma, una intensidad táctil, un determinado pathos, un conjunto de sensaciones cinestéticas vienen a la memoria a la hora de determinar esa imagen de la escritura histórica que el pensamiento reclama.
En este contexto, no solo el conjunto de categorías que formaron parte de la razón histórica moderna y profesional han entrado en la revisión de la “catástrofe” actual que las embarga (para seguir con los tropos, las vueltas, los giros…), sino que la misma escritura de la historia es objeto de un renovado interés. No es ajeno a este interés un celo cuestionador que advierte del sistema de exclusiones de que da cuenta su constitución en disciplina histórica (Michel Foucault, Michel de Certeau, Hayden White, Immanuel Wallerstein), tampoco lo es una atención a los modos de conocimiento ínsitos en las formas de escritura de la historia (Martin Jay, Hayden White, Anthony Grafton, Donna Haraway, Evelyn Fox Keller). Junto a estas aproximaciones se encuentran aquellas otras que buscan aprehender las nociones de historicidad que cierto duelo de la historia inscribe como “aire de las cosas” (Ethan Kleinberg, Georges Didi-Huberman, Dominick Lacapra, François Hartog). En la expectativa de un duelo cumplido, de un determinado trabajo de la escritura, también es posible reconocer otros puntos de mira que buscan aprender el tiempo a través de diversos y variados ejercicios de prognosis disciplinar, aventurándose a describir los nuevos paisajes de escritura de la historia que formarán parte de las disciplinas del siglo XXI (Ivan Jablonka, Immanuel Wallerstein, Keith Jenkins). Aquí también aparece la figura/concepto de soberanía autoral y nacional en cuanto una frontera de posibilidades; como la discusión que se abre hacia una escritura sin paisajes idealizados, hacia una investigación que desemboca en una operación historiográfica efervescente y significativa: como la entrega interior de una experiencia exterior que es capaz de cuestionar la significancia y la utilidad de escribir/experimentar el mundo y, aun así, lo registra, documenta y transmite. (Bataille, Barthes, Blanchot, Duby, Pihlainen, Hartog, Derrida)
A partir de esta descripción, que no es más que una incitación al diálogo, cabe preguntarse si la “ciencia” o “disciplina” histórica puede seguir aun persistiendo en la defensa de un paradigma autosuficiente (como caracterizó Dominick Lacapra hace algunos años atrás al modo de trabajo propio de los estudios históricos), cuando el marco que organizaba sus preocupaciones e intereses ha entrado en un decline o “atardecer histórico” (Catherine Malabou). La imagen, sin duda, es controversial, ella nos reenvía a los viejos debates en torno al fin de la modernidad, a los poderes de transformación del duelo, a las metáforas del atardecer como superación dialéctica (el célebre crepúsculo hegeliano), a la melancolía de un anochecer interminable, al principio del insomnio.
Además, el grupo enfatiza la interconexión reflexiva a través de fuertes vínculos con Journals, Centros de Investigación y grupos de trabajo especializados en el cultivo de la teoría y la filosofía de la historia.
Pensadas como ordenadoras de una discusión, como posibles puntos de partida a recorridos diversos y complementarios, esbozamos a modo de pretexto un conjunto de temas en forma de preguntas. Por supuesto, estás preguntas se presentan tan solo como incitaciones, como un modo de buscar otras preguntas y puntos de partida para la discusión.